Autor: Oscar Soneira

  • Copias

    Copias

    Mary Shelley -hace unos años-  escribió el moderno Prometeo o cómo es más conocida, Frankenstein. La novela va acerca de un doctor suizo, Victor Frankenstein, que crea un monstruo a partir de retazos de otros humanos. No es nada nueva la afición del ser humano de intentar dar vida o replicarla a partir de cosas ya extintas, muertas, o incluso mediante la clonación. Si vemos las experiencias hasta la fecha, el fracaso es estrepitoso. Veáse el caso del mismo Frankenstein, La isla del Doctor Moreau o la gran obra científica Yo, robot . También en el séptimo arte hemos podido comprobar cómo el ser humano está abocado al fracaso en estos intentos de jugar a ser Dios. O que se lo pregunten a John Hammond acerca de su estimado Jurassic Park.

    Aunque el tema que nos trae hoy aquí, el vino, no es exactamente igual al de la creación de vida. Hace poco, en un artículo de La Vanguardia, salía una noticia con este titular: Llegan los vinos de imitación. En este artículo se habla de que una empresa de Colorado, más en concreto Colorado Replica Wine, promete al comprador una experiencia nueva. Vinos increibles a precios económicos.  Prometen la clonación de grandes vinos (en el escrito pone caldos, palabro que aborrezco hasta la saciedad) de precios desorbitados para así bajar su precio y llegar a un sector más amplio. Vamos, lo que vienen siendo los perfumes a diez euros de los lineales. A bien seguro los conocen. No es una cosa que me haya hecho poner el grito en el cielo ni tampoco rasgarme las vestiduras. Más bien lo veo como una quimera. En el mismo artículo, y ahondando en sus teorías, nos cuentan cómo harán estos vinos. Una especie de gincana organoléptica, en la cual resumen a moléculas los procesos químicos que nos aportan aquel u otro aroma. Digamos que serían los romanos de Asterix tratando de copiar la fórmula de Panoramix.

    La empresa Colorado Replica Wine, promete al comprador una experiencia nueva, vinos increibles a precios económicos, clonación mediante

    Entonces, ¿por qué si estoy tan seguro de que este inventillo es un enorme error, que no se pueden copiar estos vinos, sigo dando la murga? Aquí voy con el speach.

    Primero de todo, si habéis leído el artículo, los mismos creadores mencionan que serán capaces de replicar el vino en cuestión en un 90%. Perfecto. Se podría decir que es una tasa de acierto enorme. Sí, pero no. Me vais a permitir que, para explicarme, recurra al símil con Gataca, enorme fábula del séptimo arte, donde la humanidad se permite el lujo de crear humanos con unos perfiles sociales ya marcados en el adn. Es decir, personas modificadas para que en su vida la tasa de acierto sea enorme. Se da el caso, la paradoja, de que uno de los personajes principales (un Jude Law como siempre espléndido) es un chico modificado para ser un atleta de élite. Con lo que no cuenta nunca nadie, lo que el ser humano nunca ve, es el factor externo. Un accidente de coche y una vida truncada por una lesión incurable, y el personaje de Law queda postrado a una silla de ruedas. He aquí ese 10%. Se debe entender que un 10% de este factor, el entorno, es capaz de modificar un vino del todo. Pero voy mas allá.

    El alma. Yo paso de decir la magia del vino, porque eso es muy de Howgarts, y ya no estoy para niños con bufanda que pillan rabietas con calvos insoportables. Para mi el alma es aquello que diferencia a un vino. En ella podríamos tener el factor ambiental, pero para mí hay uno más condicionante, el humano. Esa parte de Gepeto que tiene el viticultor. Sí, Gepeto, el Victor Frankestein de la ebanistería. Pero en este caso, los viticultores serían algo más parecido al cariño del deseo de Gepeto. Ese de insuflar vida a algo, no por soberbia, sino por amor y pasión. Eso son los viticultores. Gente que se pasa de sol a sol durante un año para conseguir transmutar un fruto en un líquido. En esa transmutación es donde ellos ponen el alma. Eso muchas veces se ve reflejado, y es imposible de replicar. ¿Por qué? Lo sé. Simplemnte lo sé. Pero vayamos mas allá.

    Vamos a esos singulares vinos de grandes marcas, de prestigiosas bodegas que cuidan sus viñas para producir, en cantidades desorbitadas, vinos increíbles. ¿Cómo no vamos a imitar ese vino, si es un producto increíble, pero un producto a fin de cuentas? Fácil. El tiempo. Ese incunable que nos sucede a diario y que también afecta al vino. De manera que si un vino está sometido, en una barrica concreta, a unas condiciones de luz, humedad diferentes de las que estaría en otra, si esas barricas, que han sido ellas mismas un ser vivo, ya funcionan cada una de una forma diferente, ¿cómo vamos a imitar el paso del tiempo de todo este conjunto, de esa maravilla que viene a ser un vino añejado?

    El viticultor tiene una parte de Gepeto, con su deseo de cariño, ese insuflar vida y alma a algo por amor y por pasión. Eso es el alma de un vino y algo que no se puede replicar

    ¿Creen realmente que alguien puede imitar las maravillas que se suceden en Hungría, o en las bodegas de Vega Sicilia? ¿Es posible copiar los vinos de mi buen amigo Toni de La Salada? ¿Es posible con los vinos de Jerez, con Poniente, Levante, cotas diferentes…? ¿Creéis posible siquiera imitar un Tío Pepe?

    Tomemos, por ejemplo, la bodega Gonzalez Byass. Hace unos diez meses, puso dos medias botas y un barril de palo cortado en el buque escuela Elcano, para imitar los vinos que hacían la travesía a las Américas. Estos vinos servían de lastre e iban geniales para la navegación. También a los vinos les iba fenomenal, ya que el mar les era favorables. Ahora, Gonzalez Byass recupera esta tradición. Entonces nos preguntamos, ¿este vino acabará siendo tan bueno como aquellos? Difícilmente lo será. Por una sencilla razón. Ahora la travesía dura 10 meses, ida y vuelta. Algo muy parecido a aquella época (no a la proeza realizada por Elcano, que dio la vuelta al mundo). Pero el barco no es el mismo. El actual buque escuela, es un barco estilizado, evidentemente más acondicionado a las actuales comodidades marítimas, cosa que diferencia a la nao o carraca como se le que considera ahora, que llevó a Juan Sebastián Elcano. Todo esto ya es de por sí suficiente para que el vino, que llevaban allá por el 1519, sea totalmente diferente al de ahora.

    Todo esto es para dar a entender que un 10%, en el mundo del vino, dependiendo de cuál sea, es un margen de diferencia enorme. No obstante, tampoco me quiero ir sin dejar esta reflexión. ¿Es importante poder decir que has bebido un vino casi exactamente igual a otro, por un mil por ciento menos de su precio? ¿Realmente eso es lo que queremos? Yo, a título personal, sigo sin probar vinos enormes, porque mi economía no me lo permite y, ojo, sigo tan tranquilo. Es más, si me ofrecieran por 20 euros probar una imitación de un Château d’Yquem, pongamos por caso, prefiero gastármelos un Tokaji más asequible y disfrutar enormemente.

  • Desaprender

    Desaprender

    Durante uno de los servicios de esta semana, me vi diciendo esto a un cliente: “… y este vino es como un chiquillo en verano, que corre por un campo sin parar, con esa alegría de las vacaciones.” No me avergoncé, pero sí me quede pensativo. Por segundos claro. Hay que reaccionar con una sonrisa. Estás de servicio. Quizás últimamente piense mucho. Tener una sucesión de cambios repentinos en tu vida, que la ponen del revés y vuelven a resituarte, es lo que tiene. Qué piensas.

    He pensado en mi anterior y actual pasado. He vuelto a pensar. He pensado en lo mucho que este mundo del vino me ha enseñado. Lo aprendido, mucho, en un camino de poco más de año y medio y, he empezado a desaprender.

    Lihn Nguyen

    Durante otra conversación con mi hermano, le pregunté si había cambiado de perfume. En efecto, había cambiado. Qué lo hubiera adivinado le causó impacto y risa. Me preguntó que cómo lo sabía, algo. Quería saber exactamente el por qué. Le respondí que había cambiado hacia un perfume de alta gama, lo que suscitó su siguiente pregunta. Qué cómo podía saber eso. Para mí era fácil, los perfumes de alta gama suelen ser más fuertes en general y suelen utilizar un tipo concreto de “guía” olfativa. Así que me retó a que le dijera la marca, acepté y le dije tan sólo dos marcas de margen. Acerté. Dior. Se rió de mi, y mirando al cielo con la nariz me dijo: «Eres un sabueso».

    Me recordó a alguien muy cercano a mi, que siempre me ha dicho eso mismo. «Eres como un perro, todo el día olisqueando…» Muchos de mis amigos también me lo dicen. Incluso me he encontrado yo mismo oteando el horizonte buscando el rastro de un olor interesante.

    Este pensamiento viene al hilo de una conversación. Hablando de hortalizas, y sobre todo de frutas, salió a colación mi niñez en el pueblo. Nací en Sant Vicenç dels Horts. Pueblo que antiguamente era y según me dijeron, la huerta de Barcelona. Mi interlocutor me comentó que surtía de verduras, hortalizas y frutas a Barcelona. En ese pueblo es donde he crecido, donde pasé mi niñez y se crearon mis recuerdos. Sí, somos un sinfín de recuerdos. En mi caso olfativos.

    Durante años, he tenido la peculiar y grata cualidad de recordar cosas a través del sentido del olfato. No creo que sea el único, pero sí es algo poco normal en mi familia. En realidad incluso va ligado a una memoria casi fotográfica del momento. Pongamos, por ejemplo, una vez que rememoré con mi padre, un viaje a un puerto donde fuimos a pescar una vez. Según mi padre era  imposible que me  acordara, era demasiado pequeño. Al decirle cómo era todo aquello, descripción del lugar, puente, calles y los familiares que fueron, se quedó asombrado ya que él ni se acordaba. Esto con los olores me pasa. Para mi a veces es un juego. Otras es el mayor de los regalos. Poder evocar en mi memoria recuerdos ligados a esos olores. Me explico. Soy capaz de evocar el olor del ozono, el olor que siempre, desde pequeños, mi hermano y yo le damos al olor que traen las tormentas de verano. No sé si es verdad o mentira, pero decíamos que el ozono baja con estas tormentas y huele así. De esta forma, puedo recordar un verano de agosto. Nos fuimos a dar una vuelta y ese olor apareció. Tras él, una repentina masa de nubes negras gigantes. Fuimos a casa y desde el terrado contemplamos como se iba formando y como de cargado estaba el ambiente. Al final rompió la tormenta. También puedo traer dolorosamente el olor de mis perros, dolorosamente, porque los he perdido con el cambio. Es el mejor olor del mundo, estrechar a esos pequeños locos y que se inunden tus fosas nasales de su cariño. Duele y reconforta por partes iguales. Y así, con el mar, los ríos, el musgo, el jazmín… Un sinfín de olores. Luego hay otros que se me han resistido y eso me jode. No poder traer el olor de casa de mi abuela, el de su sonrisa… pero si el de sus sopas. Toda esta amalgama de sentidos y sentimientos llegaron a llevarme a una decisión. Desde hará ya unos cuantos meses, decidí no beber un vino haciendo cata exhaustiva. Sí. Me aburrían. Es un quién es quién regulero.

    Así que decidí desaprender. Llevo un tiempo disfrutando de una copa de vino por el simple y mero hecho de beberlo.

    Me explico. Esto sucedió durante las catas que yo daba. Veía que la gente se divertía más gracias a las anécdotas de vinos y elaboradores, que no catando un vino y desnudándolo hasta la partícula atómica. Las notas se aprendían mejor haciendo símiles con recuerdos. Esto para mí era muy fácil de analizar, ya que daba dos o tres catas por mes. Me fije en esto y me asaltaron las preguntas de siempre. Pensad que hacer una cata exhaustiva del vino, es profesionalizar un gusto.

    Zacariah Hagy

    Estamos para aprender sí, pero también para beber.  Así que decidí desaprender. Llevo un tiempo disfrutando de una copa de vino por el simple y mero hecho de beberlo. Está claro que algún análisis de algún vino se ha hecho. Pero los he intentado beber y disfrutar sin desgranarlos. Es por esto, que ahora me veo hablando con los clientes haciendo referencias a la bodega, bodeguero, al lugar donde se hace y haciendo símiles rimbombantes sobre chiquillos correteando por el campo lleno de flores. Porque siempre he dicho y diré que en la comunicación del vino se ha errado mucho. Yo el primero. Ya que me olvide hace ya tiempo que, primordialmente, la primera letra que escribí un día en un sitio público fue por mero y puro disfrute. Porque un buen amigo con el que me juntaba, con el que disfrutaba de una buena copa de vino me dijo. Haz un blog de estos vinos baratos tan buenos. Pero lo que perdí con el tiempo, lo que se quedó en el olvido fue el final de cada artículo de ese blog:

    ¡Disfrutad del vino, porque yo ya lo he hecho!

    Exactamente ese «porque yo ya lo he hecho», es lo que quedó en el olvido. Es imposible hacer que la gente vea el mundo como tú lo ves. La ecuación es sencilla. Nacemos con el don del olfato y lo perdemos porque nuestra sociedad está diseñada para perderlo como animales. También es imposible mostrar un mundo como el propio, ya que es un imaginario ligado a recuerdos, a puertas que puedes abrir con tan solo girar una maneta y traer esos aromas para reencontrarte. Entonces, ¿qué nos puede quedar? Es sencillo y lo tenia en mis narices. La pasión. La pasión por un mundo que en general me hace disfrutar como pocas cosas en él. Así que toca desaprender, toca volver a las raíces y toca seguir errando y reconduciendo. Pero ante todo, toca beber, disfrutar y compartir. Compartir el vino entre amigos, familiares y extraños, ya que es uno de los agentes sociabilizadores más preciosos que conozco.

  • Perros e incultos

    Perros e incultos

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]S[/ms_dropcap]i dirijo la miradahacia el pasado, veo a mi abuela regando sus plantas. Tendiendo ropa, al principio, en la terraza, más tarde, más mayor, en una sisí improvisada a pie de calle en su pequeña parcela de la casa. Y el olor a jazmín, ese que siempre ha inundado mi barrio. También la veo en la cocina. Siempre. Sus sopas, lo que mejor recuerdo o unas estrellas de postre que hacía en una época determinada del año. La carne en salsa con calamares y huevo estrellado que mi madre prepara a veces, los huevos rellenos a su estilo o la zarzuela que una vez probé de Montse, una vecina. El conejo en salsa que a veces improvisa mi padre,  los pucheros castellanos de mi abuela Mercedes o los infinitos platos que mi tía Laura sabe preparar con mimo y esmero.

    Todo el mundo de mi infancia y adolescencia sabe cocinar. Entre mis actuales amigos son, sobre todo,  los que pasan de la treintena los que saben cocinar. El resto…

    Se pierde

    Caprabo, Carrefour, La Sirena, la radio, la televisión… Comida en tiempo récord. Dos minutos y listos. Con este delicioso salteado, sopa, crema, carne en salsa, canelones. Yatekomo. Ya te bombardeo. Ya te he convencido. Ya te has rendido.

    Leo, escucho y oigo esta cantinela cada día. Hace poco conversaba con una amiga sobre esto, sobre cocinar. Comentaba que le era más fácil comprar preparados, organizarse de esta forma, porque además hay sitios donde la comida es saludable (¿seguro?) y es más fácil porque no tiene tiempo. Esta es la falacia que todo el mundo compra ahora mismoes. Me falta tiempo. Tiempo. La falta del tan preciado tiempoes el precio que sufre la cocina en casa. Cual Ícaro, volamos a los estantes de las grandes superficies en busca de gnar tiempo. No importa si nos quemamos las manos, las alas, o el patrimonio gastronómico en el intento. La moneda de cambio es tiempo en consumo, consumo que invertimos en series, juegos, cervezas entre amigos. La fiesta del engaño.

    Nos convencemos de que ese tiempo es mejor invertirlo en otras cosas. Nos auto engañamos en la creencia de que cocinar significa necesariamente tiempo, dedicación y que es difícil. No. Al final eso demuestra la gran verdad. Somos una sociedad altamente perezosa, vaga y con una incultura e ignorancia enormes. Se habla desde esta idea ignorante del que ve un programa, a un familiar cercano o a un cocinero invirtiendo ese preciado esfuerzo en cocinar. Se aplica la regla que has aprendido desde bien pequeño, cortita y al pie. Ley del mínimo esfuerzo. ¿Para qué calcular parábolas, si haciendo un clic me traen la comida a casa?

    Te respondo. Por amor propio. Por crecer como persona. Por satisfacción personal. Por sonreir al ver a alguien comer tu preparado. Por conseguir metas, ya que la cocina implica eso. Por victorias y derrotas. Por levantarte a hacer de nuevo lo mismo y conseguirlo. Porque la cocina es eso. Mantener un patrimonio enorme donde, si te hubieras parado a pensar un poco, existen platos altamente difíciles de elaborar y otros que con cuatro minutos e ídem de ingredientes, tienes una muy buena comida en la mesa. Aceite, chorizo, patatas y huevo.

    ¿Cuándo nos hemos abandonado tanto?

    Empezó quizás por una familia en la que ambos trabajaban. Empezó quizás en ese momento en que no hay una abuela a la que echar la carga de la comida. O cuando las muejres, trabajadoras tanto fuera de casa como en ella, empezó a no alcanzarles el tiempo, ese tiempo. Damos por supuesta la división de tareas, que pasaron primero por un hombre que no cocina y por una lista de la compra con unas patatas congeladas, pero no por un reparto equitativo de las cuestiones domésticas. Por ahorrar tiempo. Anuncios tipo: Tú mujer trabajadora, ahora con estas varitas de merluza tendrás el toque mágico en tu mesa. Tus niños disfrutaran de un jugoso bocado, mientras tú disfrutas de tu tiempo. La casa.

    Tu padre no cocina. Ejemplar acto. Tu madre (por obligación social)  cocina rápido (por obligación). Más ejemplar aún. Tus referencias culinarias son las de un divertido chef de la tele, a medio camino entre los payasos de la tele y un acosador de mujeres simpático. Así nos ha ido. Coge el mando y… desconexión. Tu hambre descuelga el teléfono, pide.

    Recuerdo que de pequeño me fascinaba hacer tortillas de todo tipo. Las rellenaba hasta de palitos de cangrejo. Ahora me tranquiliza hacer la masa de pizza encima del mármol. Oir el chup chup de unos callos haciéndose. Mirar el pollo que va dorando en el horno. Tomar una cucharada del tomate frito y deleitarme hasta llegar al momento óptimo. Me tranquiliza. Desestresa. Me encanta tomar una copa como a cualquiera. Por supuesto. Pero, ¿habéis probado a cocinar? No por obligación, no. Prueba a cocinar por aislarte. Cuando se empieza, ya no puedes parar. Habéis probado a hablar de cocina. Es una galaxia donde perderse. Mi peluquero Mati, Matias. Italiano. Nacido en Padova y residente ahora en Barcelona, tan sólo tiene 24 años. Es un tío simpatiquísimo, y un amante de la cocina. No entiende como aquí la gente de su edad no sabe ni freir un huevo. Nos pasamos largos ratos hablando de cocina. Se flipa explicando cómo hacer unos gnocchi en casa. O cuando le digo como hacer una carbonara (sin nata), se le ilumina la cara y me espeta un ¡Grandísimo Óscar! Bravo. Da gusto ver como se transmiten los italianos esa pasión por la cocina.

    A todo esto, este chico curra un montón de horas. Sale mucho, por eso mismo vino a Barcelona, a vivir y quemar esa juventud que tiene. Pero jamás os entenderá. Su cocina, nuestra cocina, la cocina no entiende de tiempo. Entiende de querer. De comer bien. Y yo lo entiendo, lo entiendo y no os compadezco. Sois perros e ignorantes. Cómodos vividores ávidos de un tiempo que vosotros mismos os perdéis.

    Tiempo de comer bien.

  • Los arquitectos del paisaje del vino

    Los arquitectos del paisaje del vino

    [ms_divider style=»normal» align=»left» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    En casa bebo agua

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]N[/ms_dropcap]o es raro abrir la nevera de mi casa y encontrar un par de botellas de agua. Incluso en invierno, fuera del frigorífico. Más porque me gusta del tiempo, no muy fría. Sí, en casa bebo agua. Es de lógica. Soy muy de hidratarme. Es más, esta lógica también la aplico al día a día. Tengo mi botella de agua en el trabajo. Cuando camino me da por llevar una botellita de agua. Si hago el guiri por algún recóndito lugar de este mundo, suele acompañarme una botella de litro y medio. Embarazosa de llevar, pero viene. Es muy común y los que me conocen lo saben, que cuando como, ceno o algo por el estilo, sea fuera o en casa, incluso en casa de los demás, que tenga mi copa de vino y el agua cerca. Exacto, lees bien. Mi copa de vino y el agua. Ellos también se sorprenden. Pero la verdad, si quiero hidratarme bebo agua.
    No me cansaré de decir que el vino para mi, es un alimento más a la hora de comer. Quizás sea un excéntrico hijo de Selene, pero tiendo a normalizarlo de esta forma, en un país empeñado en que las bebidas alcohólicas sean deporte nacional. Quien más bebe más… Bueno más nada, esa es la verdad. Pues eso, el vino para mi es parte del comer, y si tengo sed, bebo agua de mi vaso. El vino no calma mi sed, calmar mi sed con él es incurrir en un error de final etílico. Y no siempre esta uno para fiestas. Dicho esto, el vino forma parte de mi vida igual que el agua. Tanto es así, que en mi nevera, y lugares frescos aledaños a la cocina, suelen coexistir con alimentos u otros enseres, botellas abiertas o esperando a ser abiertas.

     

    La excepción a la norma

    Cuando abro neveras cercanas. Véase familia, amigos, etcétera. Suelo ver en ellas multitud de bebidas. Zumos extraños multivitaminas, bebidas de dudosa procedencia con mejoras para tus hijos o familia. Como no, también la consabida azucarada zarzaparrilla y sus amigas cítricas con ¡un 8% de zumo! Y me siento extraño. Sí, la excepción a la norma. Cuando alguien viene a comer a casa y trae niños, siempre pregunto qué es lo que beben. Porque en casa sólo hay vino y agua. La dictadura de la bebida azucarada, de lo que debemos o no hacer con nuestros hijos, del tiempo, de las modas es lo que tiene. Perder la costumbre de lo que era normal y que la norma se convierta en excepción.

    El desarraigo de las costumbres

    El vino en este país ha sufrido dos catarsis de las que aún no se ha recuperado. Por una lado está la vinculada al provincianismo. Sí, hubo una época en la que para ser moderno quisimos imitar al vecino. Al del otro lado del charco o de los Pirineos. Imitar su estilo de vida no se acababa en los coches bonitos ni los vestidos más allá del domingo. En comer foie o queso amoniacado. O beber cerveza a todas horas. También era perder el arraigo a lo tradicional. Las tradiciones vinculadas a esas costumbres tan pasadas de moda según el clínico ojo moderno. Como el beber en porrón, tomar una copa de vino en el bar, el mondadientes del vermú, ponerse un vaso de vino entre amigos… Un largo etcétera de cambios originados por ese desarraigo de lo tradicional. El exorcismo de todo lo que nos diera imagen de pueblerinos. Éramos citizens, de pueblo sí, de esos de a kilómetros de la ciudad, pero citizens de alma. A esto después se le suma cierto puritanismo a la hora de criar a nuestros hijos. No darles a probar vino, porque puede ser que estés criando a un potencial alcohólico. O no poner azúcar y vino en el pan, porque el bollo industrial relleno de crema de cacao es una merienda sana y no adictiva que no provoca trastornos. ¡Ay!
    La segunda catarsis ha sido incorporar el vino a cierto estilo de vida. Un estilo de vida de señorío y tronío. O en este caso, de gente guapa. A la hora de querer hacer subir la calidad de nuestro vino, (el más consumido aquí siempre ha sido el vino de mesa y el vino a granel) se le asoció a una comunicación errónea. El vino era para la élite. El vino. Un producto tan asociado a nuestra forma de vida como el aceite. Pongo el aceite como ejemplo, porque es la ejemplificación perfecta.
    El aceite se ha adaptado fenomenalmente a nuestras casas. Si uno requiere de aceite para freír lo tiene, si es para la ensalada o bocadillos fetén, también. Incluso se hacen catas y ha llegado a niveles de calidad tan altos, que se permite el lujo de tener cuñados del aceite. En definitiva, está posicionado en todas las capas de la sociedad sin perder un ápice de su esencia. Ser producto asociado a la cotidianidad.

    Es un error hablar de la cultura del vino dejando de lado todo lo que comporta la expresión, sin explicar en qué consiste o a qué nos referimos cuando hablamos de la cultura del vino

     

    Comunicación fail 2.0

    No contentos con esto, la era moderna, la de las conexiones, las tablets, las apps, lejos de acercar el producto a la gente, lo está alejando. Se está dejando erróneamente la comunicación a golpe de like, retuit, follow y el consabido influencer. Un error continuo, repetitivo y que en un tiempo veremos su alcance. Digo error no porque no confié en esas personas, hay algunas a las que admiro mucho, como no, otras son parásitos que habitan en cualquier trabajo, y que sacan provecho al miedo y a la ignorancia, a los palos de ciego y ahí están, vendiendo fórmulas magistrales para la comunicación del vino. Para expresarme mejor, pondré un ejemplo:

    Una plataforma como Twitter, (que utilizo bastante), tiene en España un total de 4,5 millones de usuarios (datos del año 2016). Si de este total, por poner generosamente, decimos que un 10% son seguidores de cuentas del mundo del vino, tendríamos unos 450.000 usuarios en toda la península. La península tiene 46,5 millones de habitantes. Esto es un 0,9% de la población, (siempre con la intención de ser generosos), que son usuarios de Twitter y siguen cuentas relacionadas con el vino. Seguimos. Entre esos 450 mil hay profesionales, horeca, distribución, bodegueros, periodistas, blogueros, y un tanto por ciento menor de seguidores o amantes del vino per se. Es decir, al final la información ahí volcada, es de una gran valía entre el grupo profesional. Este se nutre constantemente de nuevas técnicas, vinos, modas, etcétera. ¿Pero es esto el tipo de comunicación que busca la Denominación de Origen? ¿Es el tipo de difusión que necesita el vino?, ¿Qué tipo de repercusión tiene esta entre la gente? Cero. Lejos de eso, si encima nos fijamos en estos datos, la comunicación en dichas plataformas no deja de ser muy endogámica.
    Luego ponemos el puntero en el influencer. Este, paladín de la comunicación, tiene el deber de llegar cual Papa Noel a todas las mentes y llenarlas del bonito mundo del vino. La cultura del vino por bandera. Doble error. Un comunicador de redes sociales, no deja de ser eso. Un comunicador de un sector muy concreto. El otro error es hablar de la cultura del vino dejando de lado todo lo que comporta la expresión. Sin explicar en qué consiste o a qué nos referimos cuando hablamos de la cultura del vino.  Al hacerlo así, nos volvemos a alejar de la gente. A nadie se le ocurre hablar de la cultura del aceite, o la cultura del pan sin hablar de las panaderías, las masas madres o del vareado del olivo. Cuando hacemos esto, decir que el vino puede ser azul, presentar a los bodegueros como estrellas del rock o utilizamos un lenguaje similar a sacarse el teórico del carné de conducir, volvemos a comunicar de nuevo que el vino es par gente guay, con estudios o vete a saber qué. Si hablamos de cultura del vino, hay que hablar de la cultura del campo, de elaboradores, de viñadores, de payeses, agricultores y campesinos. Esa es la verdadera cultura de nuestro país.

    Arquitectos del campo

    Los agricultores. Ese reducto cada vez más escaso en el mundo del vino, esa gente a la que deberíamos poner una alfombra roja hasta las ciudades. Esos son los verdaderos comunicadores. Arquitectos del campo. Esa gente debería tener una alfombra roja directa a colegios, casas, pueblos, ciudades, qué digo, directa a nuestras vidas. La desconexión con el mundo rural que sufre nuestra sociedad es aún más sensible en el mundo del vino. Y a mi entender,  sólo se podrá salvar entendiendo esto mismo. No podemos seguir desconectados, ignorantes o pasivos ante esta situación. Son parte del tejido social y los verdaderos defensores de la cultura del vino. Con su pasión, con su vehemencia por la viña, son capaces de llegar al corazón de la gente. Pero es más, con su sencillez, sin palabras rimbombantes ni esdrújulas, polisílabos ni esa pedantería característica de la comunicación actual, ellos son capaces de hacer entender este mundo y por qué alguien decide involucrarse en él. Un trabajo de esfuerzo, gasto, jornadas larguísimas llenas de trabajos titánicos, sólo por una cosa. Llevar una botella de su vino a tu mesa. Esto solo, sólo lo pueden contar ellos.
    Así que no se lo piensen más, ese dinero de denominaciones para llevar a diez influencers a un hotel, que duerman bien, coman bien y pisen con sus looks ultramodernos la viña, para hacer una foto de lo bonito que es el vino y la copa, el paisaje y decir que viven un experiencia imborrable, gástenlo en llenar autobuses de niños, infestado de colegiales con ganas de comerse el mundo, porque si llegamos a ellos, habrá futuro.

    Sigo bebiendo agua

    Sigo bebiendo agua. Sigo teniendo botellas de vino en mi nevera. Sigo tomado vino a deshoras, comiendo con agua y vino, celebrando con mis amigos con vino… Sigo en definitiva, manteniendo el vino en mi vida. Es más, escribo estas líneas con una copa al lado. No se me ocurre mejor forma. Porque desde este pequeño cubil, donde mi influencia es mínima, sigo manteniendo mi arraigo a una tradición, a un líquido que es base de mi sociedad y a una forma de ganarse la vida dignamente. Tener vino en mi vida, llevar vino a donde vaya, es la única forma que tengo de comunicar mi respeto hacia ellos, los viñadores y elaboradores de ayer, hoy y mañana. Larga vida.

  • Bajo el campanile de San Marco

    Bajo el campanile de San Marco

    [ms_divider style=»normal» align=»center» width=»100%» margin_top=»30″ margin_bottom=»30″ border_size=»5″ border_color=»#dd3333″ icon=»» class=»» id=»»][/ms_divider]

    [ms_dropcap color=»#dd3333″ boxed=»no» boxed_radius=»8″ class=»» id=»»]I[/ms_dropcap]talia, cuna del renacimiento no es sólo una increíble cultura base de la civilización actual ni unas ciudades con un patrimonio histórico asombroso, sino también una incontable sucesión de placeres para todos los sentidos, desde lo visual pasando por el intelectual y, cómo no, el gastronómico. Uno de los mayores placeres que nos ofrece Italia es su cocina. En ella encontramos con facilidad múltiples formas de comer arraigadas en cada sus de sus zonas, en definitiva, una gastronomía inequívocamente cultural, que se concreta en la transmisión de una forma de entender la cocina de generación en generación. Como por ejemplo en Nápoles y su famosa pizza.  O el cuidado y esmero que ponen en todas las trattorias. Esa pasión y cuidado por el producto, en su mayor parte local. Ese ansiado kilómetro cero muy presente aquí, y que tanto se busca en otros lugares. Por este motivo, comer en Italia puede ser muy barato, fácil y simple. Con la pasta por bandera, son menos conocidos, a caso por el viajero medio, la devoción de los italianos por el porcino  y por una gran variedad de fiambres. O el queso, desde aquellos de pasta prensada como los pecorino o los de pasta lavada como el taleggio, o delicias como la ricotta, el gorgonzola o mi queridísima scamorza afumicatta. En otras regiones son abundantes las frituras y un sinfín de platos vinculados al mar. Otro de sus puntos fuertes son sus vinos. De larga tradición vinícola, fueron los griegos lo que trajeron las vides. La vinificación en la península itálica se data desde 500 años antes de cristo, por lo que es una de las regiones más antiguas en la producción de vino. Una visita por sus famosas zonas del sur, como Calabria, Campagna o la insular Sicilia hasta las más septentrionales como Toscana, Piemonte, Emilia-Romagna o el Veneto, son la muestra inequívoca.

    Tras una visita a Venecia, lugar de peregrinaje internacional, me quedé con un amargo sabor de boca que se salvó sobre la bocina. He disfrutado mucho en mis últimos viajes a este país, haciéndome hueco más en lugares frecuentados por lugareños que en restaurantes de gran renombre. Tengo la mala costumbre de visitar aquellas trattorias que il popolo llena sin piedad. Es la mejor manera de llevarse sorpresas como en Verona, donde de aperitivo, mientras esperas, te sirven tagliere de mortadela di Bologna en papel como es tradición. Es habitual en toda Italia sentarse a la mesa y compartirla con otras personas, así que no se extrañen si en una trattoria los sientan con más personas, y disfruten.

    [quote]En Venecia, masificada por el turismo y convertida en una especie de Disneyworld, es mucho más complicado encontrar un lugar auténtico donde comer, excepto en los bacari[/quote]

    Pero esto en Venecia, masificada por el turismo todo el año y convertida en un especie de Disneyworld del disfraz, es mucho más complicado. Las trattorias y las osterías no tienen, desgraciadamente, el nivel habitual en otras zonas de Italia. Además, el precio medio para comer raya en lo insultante, y de nuevo muy por encima de lo que es moneda corriente en Milán o Florencia, por poner el ejemplo con dos ciudades que también son muy turísticas. Pero vaya, en Barcelona muchos turistas deben tener la misma sensación de que están pagando de más, en cuanto se sientan en cualquier local de las Ramblas.  La diferencia en Venecia es que allí es casi toda la ciudad.

    Y digo casi toda porque por suerte pervive un último reducto, un bastión, los últimos de los mohicanos de una larga tradición que aun conserva Venecia: los bacari. El término bacaro una derivación de Baco, el dios del vino. Según otra teoría este también procede de far bàcara que en Venecia significa hacer fiesta o celebrar.

    [quote]’Far bacara’ significa hacer fiesta o celebrar, y es probable que de ahí venga el nombre de bacaro, aunque el nombre también guarda relación con el el dios Baco[/quote]

    Los bacari son tabernas donde se reúne la gente para tomar una copa de vino y un aperitivo. Los cicchetti, normalmente en forma de pan, tostado o sin tostar, sobre los que se ponen una infinidad de cortes de embutidos, pescados como el bacalao o la típica sarde in saor. La fritura es también típica, una fritura a base de harina que guarda una estrecha relación con la andaluza. Sardinas enharinadas o calamares, fritura crujiente y poco aceitosa. Aunque también todo esto tipo empieza a ser difícil de encontrar en los bacari.

    En un principio, los bacari eran el lugares populares donde la gente se solía reunir a tomar una vaso de vino, la ombra, nombre que según otra teoría recibe gracias a los comerciantes de vino que hacían el giro d’ombra, o lo que es lo mismo, ir de bacao en bacaro para beber con los amigos un buen vaso de vino de la casa. También el vaso recibe este nombre, quzás por ser la ombra (la sombra) del cicchetto.  Estos elaboradores antaño, solían ir a la sombra del reloj de la piazza San Marco a refugiarse del sol. Aunque lo más probable sea que reciba este nombre porque sencillamente originalmente el vaso de vino se vendía por vendedores ambulantes que se situaban a  la sombra del campanario de San Marco para protegerlo del sol.  Sea como fuere una última teoría encontrada en el libro Cibi di strada (Stanislao Porzio, Guido Tommasi Editore, 2008) da un punto de vista muy interesante.

     

     

    [aesop_quote type=»block» background=»#000000″ text=»#ffffff» align=»center» size=»1″ quote=»Cocina callejera, aquí en Venecia, significa bacari. Estas bodegas, cuyo nombre deriva de Bacco, o de bacca (la sustancia enológica no cambia), tienen orígenes antiguos, y son la versión veneciana de la osteria-mescita del vino, locales populares, aunque más bien interclasistas, gracias al anticonformismo de los lagunari (lugareños). Lino Cucinella, en Veneto, Ricette raccontate (Veneto, recetas contadas), nos ofrece también una versión distinta de la etimología de la palabra bacaro, que tendría su origen en 1866. En el año en que se unieron finalmente al Reino de Italia, los venecianos tenían que pagar las consecuencias: el vino que provenia de Istria y de Dalmacia, habituales en las cantinas de la Serenissima, apareció gravado con aranceles aduaneros. Este suceso dio fortuna a un comerciante de Trani, que empezó a introducir en una osteria de Rialto los vinos de su tierra a precios interesantes. Allí sí que se podía hacer juerga -en veneciano, “bacara”. Así, el vino de Puglia se habría convertido por antonomasia en “vin da bacaro” y en “bacari” las tiendas que lo vendían.<br />
    Sea cierta o falsa la etimología, en la era del fast food los bacari han disminuido en número, deslucidos por panaderías y pastelerías, y han sufrido cambios que los han deslumbrado o atenuado. Los locales están más buscados, algunos hasta el punto de convertirse en auténticos restaurantes, abandonando la fórmula del "spuntino" o pausa rápida [(spuntino es una palabra italiana que sería equivalente a picar algo, normalmente rápido, entre el trabajo).]. Aquellos que quedan, por fortuna del viajero, están normalmente desviados del flujo migratorio de los turistas en masa. Hay que buscarlos. Pero vale la pena, porqué ofrecen un banco con mostrador de vinos, unos buenos surtidos de cicchetti tradicionales y mesas de madera desnuda donde apoyar los vasos, y los codos cansados, mientras se charla con los amigos de toda la vida o nuevos conocidos. Hoy, los vinos están casi siempre embotellados, una opción mínima de entre 4 y 6 tintos y otros tantos blancos.<br />
    » cite=»Cibi di strada (Stanislao Porzio, Guido Tommasi Editore, 2008)» parallax=»off» direction=»left» revealfx=»off»]

    Hoy en día los bacari han evolucionado hacia una taberna de vinos donde se pueden beber a copas o por botellas cualquier vino del Veneto o de cualquiera de las otras denominaciones de Italia. También, si uno tiene suerte, la ombra o vaso de vino de la casa se sigue sirviendo en algunos lugares. Los visitantes más afortunados suelen descubrir estos bacari, pero son lugares para la gente de los sestieri (los barrios de Venecia). Es entrañable ver entrar grupos de vecinos, pedir sus copas de vino, charlar con los dueños y marchar a los pocos minutos. Un ir y venir de venecianos, durante todo el día.